Todo
comenzó una mañana estival cuando yo tenía 2 años. Como cualquier infante a esa
edad, me dedicaba a explorar el mundo desconocido que se abría a mis pequeños pies.
Vivía feliz en un pueblo de Rumanía llamado Breaza, allí las colinas eran
verdes con muchos bosques a sus faldas, el aire era limpio y la brisa soplaba
agradablemente siempre. Todo era muy bonito, exceptuando que mis padres
tuvieron que marcharse a España para conseguir dinero y darme a mí un mejor
futuro.
Como iba
diciendo, todo comenzó una mañana estival cuando yo tenía 2 años. Mi madre me
llevó a la falda de una colina en la que había un claro con briznas de hierba y
flores para pasar la mañana. Me lo pasé muy bien ese día, pero todo cambió
cuando la tarde hizo acto de presencia y mis padres me dijeron que se iban a
otro país a trabajar. Mi corazón se hizo trizas de inmediato porque me di cuenta según me hablaban de que no podían llevarme con ellos. Traté por todos
los medios impedirle a mi madre que se fuera porque a esa edad no comprendía
bien los motivos de tal evento. Entre sollozos y gritos, mi madre se marchó al
autobús llorando y despidiéndose. Obviamente, no me quedé solo sino con mis abuelos, mis tíos y mis tías.
Cada
semana mis padres me llamaban por teléfono y me decían que estaban bien y que
pronto vendrían de visita y me traerían regalos y, efectivamente, cada mes
venían a ver cómo estaba desde España; esto suponía tres días de viaje en autocar (ya
que el avión era demasiado caro para costeárnoslo), pero a ellos no les
importaba, solo querían verme y pasar un rato conmigo. Esos días que ellos
pasaban conmigo, me sentía la persona más feliz del mundo, no me interesaban ni
todos los regalos ni juguetes que me trajeran, solo pensaba en que debía
aprovechar el tiempo con ellos al máximo, porque no podían permanecer conmigo
mucho tiempo debido al trabajo.
La vida
en el pueblo no era mala del todo, aun sin mis padres. Sí, siempre sentía la
falta de afecto de ellos, pero mis
abuelos y mis tíos y tías la compensaban un poco. Jugaba con los animales, con
los juguetes que mis padres me traían en sus visitas y con algunos amigos que
tenía. El tiempo pasaba y pasaba y cada vez yo comprendía más cosas pero seguía
sin entender por qué no me llevaron con ellos.
Pasó un
año y medio de la partida de mis padres y una noche que estaba hablando con
ellos por teléfono lo cambió todo.
-¡Hola
hijo! Te quiero mucho, ¿cómo estás?- dijo mi madre.
-Bien,
mamá. Yo también os quiero y quiero estar con vosotros- dije yo.
-Nosotros
también queremos estar contigo pero tenemos que trabajar y si te traemos aquí,
estarás solo todo el día y, además, el viaje es muy largo y duro.
Las
palabras que dije en ese momento han permanecido aún hoy en el corazón de mi
madre:
-Pero los
niños tienen que crecer con los padres.
Mi madre
se echó a llorar en ese momento y decidió que, aunque fuera duro, yo tenía razón
y decidió volver a por mí a Rumanía y traerme a España, por muy difícil que
fuera traer a un niño en autocar desde
allí.
No fueron
fáciles, sin embargo, mis primeros meses de estancia aquí, ya que no entendía
nada de lo que la gente hablaba y tampoco tenía muchos amigos. Por tanto fue en
esos años posteriores en los que forjé mi amistad con la soledad. Pasaba casi todo el día solo, porque las cuidadoras
que contrataron mis padres para que no estuviera solo eran unas incompetentes
(lo digo en plural porque contrataron y despidieron a varias), pero desde que
vine a España me siento feliz de poder estar con mis padres.
Orlando Costin, alumno de 4º de ESO.